miércoles, 20 de noviembre de 2013

La sexualidad humana: ¿Una búsqueda eterna?

Por: Joyce McDougall
En: Las mil y una caras de Eros.
 
 
En sus orígenes mismos, la sexualidad humana es esencialmente traumática. Los múltiples conflictos psíquicos que surgen del choque entre las pulsiones internas y la fuerza coactiva y despiadada del mundo externo se inician en el primer encuentro sensual del bebé con el seno. La indistinción entre las pulsiones eróticas y sádicas inaugura la era del amor "caníbal". La noción de un "otro" como objeto separado de uno mismo nace de la frustración, la rabia y la tendencia a una forma primaria de depresión de la que todos los bebés hacen la experiencia con el objeto primordial del amor: el seno-universo. La abolición de la diferencia entre uno mismo y el otro es la condición misma de la felicidad. No sorprende entonces que, en el curso del viaje psicoanalítico, encontremos rastros de lo que se puede denominar la sexualidad arcaica, con la marca de una fusión de libido y mortido en la cual el amor no se distingue del odio. La tensión que emana de esta dicotomía, en todo su potencial depresivo, exige una búsqueda incesante de soluciones, búsqueda destinada a convertirse en el basamento vital de todas las formas de sexualidad y amor absoluto. 
 
El reconocimiento de la alteridad es seguido por el descubrimiento, igualmente traumático, de la diferencia entre los sexos. Hoy sabemos que este descubrimiento no está vinculado en primer lugar con los conflictos edípicos, como había concluido Freud, sino que sobreviene mucho antes de la fase edípica clásica. Las investigaciones efectuadas por Roiphe y Galenson (1981) son instructivas al respecto. Sus observaciones demuestran que, mucho antes del periodo durante el cual los niños luchan con los conflictos angustiosos inherentes a la crisis edípica, la diferencia en si es fuente de angustia para los niños de ambos sexos. Además, de esas investigaciones surge que el descubrimiento de la diferencia sexual tiene un efecto de maduración (diferente en uno y otro sexo), una vez que se supera la angustia hasta cierto punto.
 
En la fase edípica, con su dimensión a la vez homosexual y heterosexual, el niño se ve obligado a llegar a una conciliación con el deseo imposible de poseer a los dos progenitores, de pertenecer a los dos sexos y de encarnar los dos órganos genitales. A medida que asume su monosexualidad ineluctable, el cachorro de hombre debe compensar de otras maneras su renuncia a los deseos bisexuales. (Estas "otras maneras" serán exploradas en los capítulos dedicados a la creatividad y a las desviaciones sexuales). El descubrimiento de la diferencia sexual conduce a la representación, lentamente adquirida, de la identidad de género, según Stroller (1968) define este término. Sobre esta base el niño llegará a identificarse como un sujeto "masculino" o "femenino" -no por herencia biológica, sino a través de representaciones psíquicas transmitidas por el inconsciente de los progenitores, así como por su ambiente sociocultural-. (...)
 
Freud (1905) subraya que los objetos del deseo sexual no son innatos: a nosotros nos corresponde descubrirlos; además dice que es en nuestra primera infancia cuando se deciden los sentimientos de identidad personal y de orientación sexual, y que en la pubertad los redescubrimos.
 
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