miércoles, 13 de abril de 2016

ANITA Y EL GATITO AZUL

Relato fantástico para chicos y grandes
Pedro Fernández Borrero

Primer maullido
Que trata de quién era la pequeña Anita, y de cómo se hizo a un singular gatito

Hace mucho, mucho tiempo, en un país muy lejano, vivía una niña de ocho años y grandes ojos color miel. Era muy bonita y bien educada, y su nombre era Anita. Tenía las manos y los pies pequeñitos y cuadrados, y cuando se reía se ponía colorada y se le iluminaba la cara de manera encantadora. Su alimento preferido era la leche, y por eso tenía los dientes fuertes y la piel muy blanca. Era tan, pero tan blanca, que cuando la noche la sorprendía en el bosque la luna gustaba de asomarse a mirarla y reflejarse en su rostro para alumbrarle el camino.

Nadie sabía bien de dónde había salido aquella niña. Sus padres ya habían muerto, y vivía con su abuela en una loma, en una casita que parecía de juguete. Cada vez que veía una mariposa negra o le ladraba algún perro, Anita se quedaba muy quieta y decía: “¡Abuelita, ayúdame!”… pero en sueños se veía a sí misma como una guerrera, vestida de reluciente cota de malla.

Cuando la abuela la enviaba a buscar pan, leche, frutas y flores, Anita cogía su canasto y bajaba por el sendero, canturreando y silbando. Los campesinos y las viejitas del lugar la saludaban y le preguntaban: “¿Adónde vas, portacanasto?” Ella siempre sonreía y respondía amablemente, pero cuidaba de no detenerse más de la cuenta en el bosque, porque sabía que allí había también muchos peligros. Por eso, cuando se le hacía tarde, zapateaba con fuerza y fruncía el ceño para parecer grande.

Cierto día, mientras jugaba cerca de su casa, Anita sintió que alguien la miraba. Se acercó un poco y vio que, en efecto, había allí un gatito muy pequeño, casi un bebé, de suave pelaje e inmensos ojos azules. La pequeña se alegró de verlo, le hizo caritas y le dijo:

—¿Vives por aquí, gatito?

Al principio, éste hizo como que la cosa no era con él. Luego la miró como preguntándole: “¿Eres hada, o bruja?...”, y finalmente se marchó.

Anita quedó prendada de él, especialmente por sus ojazos azules. A causa de esto y de su pelaje gris, decidió que era un gatito azul. Sin embargo, el encuentro con él hizo que recordara algo que la hizo poner muy triste. Una vez, hacía algún tiempo, una gatita siamesa la había seguido hasta su casa, y ella no había podido resistirse. La hizo entrar, le dio leche en un platito y le arregló una cama junto a la chimenea, para que se mantuviera caliente en las noches frías. Al día siguiente, le puso al cuello un lazo color turquesa que le hacía juego con los ojos y decidió que se llamaría Juanita.

Anita no se separó de su nueva amiga en todo aquel día, y ambas fueron muy felices. Si se sentaba a tejer o a estudiar las lecciones, la gatita lo hacía codo a codo con ella. Si hacía los oficios del hogar o salía a buscar algo, Juanita la seguía a todas partes.

Al caer la noche, Juanita, como todos los gatos, quiso pasear, y salió de la casa con la mayor naturalidad. Cuando regresó y se puso a maullar junto a la ventana, Anita ya se había acostado, por lo que se levantó a abrirle la puerta. Pero aunque la llamó y la buscó por todas partes, no pudo dar con ella, y al cabo de un buen rato encontró tan sólo el lazo turquesa.

Durante muchos días Anita lloró sus mismos ojos. Ya no silbaba ni canturreaba, no podía estudiar las lecciones y tampoco salía a buscar flores para adornar la casa. Cuando alguien preguntaba por qué estaba tan triste, su abuelita contestaba: “Perdió su gatita.”

Por eso, Anita olvidó rápidamente al gatito azul. Sin embargo, esa noche soñó que ella ya era grande y que el gatito se convertía en un gallardo príncipe, con hoyuelos en las mejillas y boca menuda y sonriente. En el sueño, el príncipe le decía algo que ella no alcanzaba a entender, y luego le ofrecía dos rosas. ¡Sí, a ella, que era sólo una pobre huérfana!

Pocos días después, muy cerca de donde lo había visto por primera vez, Anita vio nuevamente al gatito azul entre unas flores silvestres. Eso la hizo acordarse del sueño de las rosas, de manera que se ruborizó y se echó a reír. Entonces le dijo:

—¡Ven, gatito azul!

 Éste no comprendía bien el lenguaje de los humanos, pero pensó en su mente gatuna: “Ese canasto parece tibio y acogedor; creo que adoptaré a esta niñita”, y se metió en él de un salto mientras Anita cogía flores.

Cómodamente instalado en el canasto, y asomándose siempre a mirar a su alrededor, el gatito azul gustaba de acompañar a su dueña cuando salía de casa. Claro está que, como todos los gatos, era muy independiente y amaba la soledad. Daba largos paseos en solitario, y de cuando en cuando se detenía a acechar a los pajaritos. Sin embargo, como era pequeño e inexperto, no intentaba darles caza. Por todo esto, Anita resolvió atarle al cuello una cinta con un cascabel para que no se perdiera.

Siempre que lo oía o lo veía acercársele, la pequeña se emocionaba mucho y le hacía grandes fiestas. Él se le deslizaba por entre las pantorrillas y se las frotaba con el costado y la cola, mientras ella le hacía mimos y lo acariciaba suavemente detrás de las orejas. Entonces el gatito azul cerraba los ojos y ronroneaba de gusto. También eran muy felices cuando jugaban con la lana que Anita usaba en sus labores. Ella hacía una bolita y la arrastraba por el suelo, haciéndola brincar, y el gatito la perseguía alegremente, saltando y haciendo cabriolas.



Segundo maullido
De lo que sucedió una vez a Anita en el bosque cuando regresaba a casa

Un día, luego de pasar la tarde en el bosque cogiendo moras y jugando con su gatito, Anita se dio cuenta de que ya era tarde y se estaba oscureciendo. Pensó que la abuela estaría preocupada, así que recogió sus cosas y emprendió el regreso a casa.

Por el camino, le salió al paso una hermosa muchacha de unos quince o dieciséis años. Aunque ya estaba bastante oscuro, Anita vio que tenía la tez muy blanca, los pómulos salientes y sonrosados, el pelo castaño y abundante y una boca maravillosa que torcía de modo singular cuando se reía. Sus ojos eran oscuros y algo hundidos en sus cuencas, lo que le daba un aire misterioso e interesante.
—¿Cómo te llamas, linda y dulce niñita? —preguntó la beldad.

—Me llamo Anita —repuso ésta.

—Y ¿qué llevas en ese canasto? —inquirió la otra.

—Unas moras que cogí en el bosque —contestó Anita—, y mi gatito. Ahora debo irme a mi casa, que está en aquella loma, porque se me hizo tarde y mi abuelita me está esperando.

—Pero si aún es temprano —dijo sonriendo la jovencita—. Quédate a jugar un rato conmigo. ¡Anda, nos divertiremos!

—No —replicó Anita—. Es tarde, y además mi abuelita me ha dicho muchas veces que no hable con extraños.

—Está bien que obedezcas a tu abuelita —dijo la bella—, ­pero mira que yo no soy una extraña, sino una pobre niña solitaria que quiere ser tu amiga. ¡Seré como tu hermana mayor! Además, no he comido nada en todo el día y tengo mucha hambre. ¿Me darías algunas moras para comer por el camino?

Anita, que era generosa y se dolía del sufrimiento de las personas, sintió pena por ella y se le acercó para darle moras y algunas otras cosas que le habían sobrado de su merienda.

—¡Oh! —exclamó la muchacha cuando el gatito azul se asomó a ver qué sucedía—. ¡Pero qué cosa más hermosa! ¿Es tuyo? ¡Qué ojos tan azules tiene! ¿Puedo jugar con él?

—Solamente puedes acariciarle la cabecita —dijo la pequeña—, porque ya es de noche y nos tenemos que ir.

Entonces la muchacha tomó al gatito entre sus manos blancas y delicadas, y lo arrulló suavemente contra su pecho. Habría sido, sin duda, una escena muy tierna y conmovedora… si no fuera porque en ese preciso instante ocurrió algo que mejor sería no tener que contar.

De repente, se oyó un estampido como un disparo de cañón y se levantó una humareda en el lugar donde estaba la joven. Aterrada, Anita vio cómo, en un abrir y cerrar de ojos, la adolescente se transformaba en una espantosa y repulsiva vieja. Su espalda, antes recta y altiva, se encorvó horriblemente, al igual que su nariz. La piel tersa y matizada quedó convertida en un pellejo grisáceo y arrugado, y el olor a flores cedió su lugar a un hedor rancio y repugnante. La admirable dentadura dejó de existir y fue remplazada por unos raigones negros y asquerosos. Inmediatamente la vieja prorrumpió en espantables carcajadas. Con los ojos echando chispas, habló de este modo a Anita, que se había quedado petrificada y casi muerta de terror:

—¡Ja, ja, ja, niña tonta! ¡Caíste en la trampa! Ahora este miserable gato tuyo me servirá para recuperar mi belleza y juventud. Cuando haya luna llena, ¡lo mataré y lo devoraré! ¡Sus ojos devolverán el brillo a los míos, sus entrañas aún palpitantes darán calor a las mías y su sangre restablecerá el color encendido de mis mejillas! Y ahora, ¡muérete, Anita, muérete!

Diciendo esto, el espanto agarró al gatito azul por el cogote y lo metió en una bolsa que llevaba, y en seguida desapareció en medio de maldiciones y risotadas.

Cuando se hubo recuperado un poco del susto, Anita se echó a correr como loca hacia su casa, dejando tirado el canasto. No bien hubo llegado, se deshizo en sollozos que partían el alma, y solamente atinaba a decir:

—¡Abuelita, abuelita, mi gatito, mi gatito!

La abuela, consternada, abrazó a la pequeña e imaginó lo que habría podido sucederle. Pensó que quizá se hubiera quedado dormida y, mientras tanto, el gatito hubiera decidido irse de paseo, según era su costumbre. Entonces le dijo:

—¿Perdiste tu gatito? No temas, mi vida, que él volverá.

Luego arrulló a Anita entre sus brazos, le dio leche caliente y le canturreó como hacía su madre cuando era bebé para calmarla, hasta que al fin se quedó dormida.

Al día siguiente le sirvió el desayuno y la acompañó al bosque a buscar su canasto.

—Anímate, hijita —le decía—. A buen seguro encontraremos allí a tu gatito. Entre tanto me contarás qué fue lo que te sucedió.

A medida que la niña le relataba los sucesos de la víspera, la confusión de la abuela iba en aumento. No creyó que Anita le estuviera mintiendo, porque ella siempre decía la verdad. Prefirió pensar que todo hubiera sido una pesadilla. Finalmente llegaron al sitio donde había quedado el canasto abandonado y vieron su contenido regado por el suelo, pero no encontraron al gatito azul por ninguna parte. Anita sintió que se moría de tristeza y se puso a llorar abrazando a su abuela, que era el único ser querido que le quedaba en el mundo. ¡Primero había perdido a sus padres, luego a Juanita y ahora al gatito azul! Era mucho para una pobre niña, y la abuela ya estaba vieja y cansada y sabía que pronto habría también de dejar esta vida.

De súbito, mientras trataba de consolar a Anita, la anciana se quedó muy quieta y se puso pálida como una estantigua. Abrió mucho los ojos, como si hubiera recordado algo terrible, y exclamó:
—¡La princesa desamorada!

—¿De qué princesa hablas, abuelita? —preguntó Anita entre sollozos.

Una vez recuperada del impacto, la abuela contestó:

—¡No hay tiempo que perder! Es necesario que vayamos en seguida a ver a alguien que conozco.

Tercer maullido
Donde aparece otro curioso personaje en la figura de un viejo, y se da inicio a la increíble historia de la princesa desamorada

—¡La princesa desamorada! —dijo el viejo a la abuela al enterarse del motivo de su visita—. Has de saber, buena mujer, que hace más de doscientos años no se registran apariciones de la princesa desamorada en esta comarca. Sin embargo, lo que la niña dice no deja lugar a dudas. ¡Fue la princesa desamorada quien le robó su gatito, y seguramente también la primera gatita que tuvo! Déjame buscar entre mis papeles, que allí tengo un manuscrito donde se narra su historia.

Quien esto decía era un anciano que vivía en una cabaña en el bosque, no lejos de la casa de Anita. Nunca había querido casarse, porque decía que las mujeres daban mucha lata. Tampoco tenía dinero, y aunque era solitario y algo huraño, sabía muchas cosas y siempre estaba dispuesto a servir a quien lo necesitara.

Este vejete pasaba su tiempo caminando por el bosque, nadando en el estanque, mirando el amanecer y la puesta de sol y leyendo toda clase de libros y papeles. También le gustaba escribir, y tenía la costumbre de acostarse muy temprano cuando podía. Conocía la medicina y otras cosas de interés, y además sabía muchas historias. Por todo esto, la abuela pensó que sería la persona más indicada para ayudar a Anita a rescatar su gatito y a superar la difícil situación en que ahora se encontraba.

—Ya está, la encontré —dijo el viejo, estornudando por el polvo acumulado en el lugar donde guardaba sus papeles—. Ahora mismo leeré en voz alta el relato que nos interesa.

Y sin más dilación leyó el siguiente escrito:


LA VERDADERA HISTORIA DE LA PRINCESA DESAMORADA

Érase una vez un rey que tenía una hija única, la cual ya se acercaba a la edad en que debía tomar esposo. Un día, mientras cantaba y tocaba el rabel en sus aposentos, la princesa recibió la visita de su padre. Éste le hizo saber que había recibido una carta del rey de un país vecino, en la cual le proponía concertar el casamiento de su hijo primogénito, que también estaba en edad de merecer, con ella. De esa manera se unirían también los dos reinos, y aumentaría la prosperidad y felicidad de sus pueblos.
—Padre y señor mío —dijo la princesa tras meditar un rato sobre el ofrecimiento—, si tu deseo es entregarme a ese hombre para que sea su esposa, no tendré más remedio que obedecerte. Sin embargo, debes saber que, si así procedes, será en contra de mi voluntad.

­—¿Por qué dices eso —inquirió el rey con un gesto que dejaba ver su sorpresa y preocupación— por qué dices eso, hija mía, luz de mis ojos? Sabes bien que desde que murió tu madre, la reina, has sido la joya más preciada de mi corona y el único consuelo de mi soledad. Pero debes considerar también que ya soy viejo, que empiezan a faltarme las fuerzas para gobernar y que debo asegurar la sucesión de mi trono. Por todo eso, quisiera verte unida por los lazos del matrimonio a ese ilustre príncipe, lo cual me daría además la satisfacción de ver mi castillo lleno de chiquillos, que alegrarían mis últimos años con sus risas y juegos.

A lo que la princesa replicó:

—Te ruego por mi vida, padre mío, que no me pidas tal cosa. Sé muy bien que has sido el mejor y más amoroso padre del mundo, y que siempre has satisfecho hasta el menor de mis caprichos. Tampoco ignoro que has procedido así para tratar de compensarme por la falta de mi madre, que murió cuando yo nací, en medio de indecibles padecimientos. Y si hoy te pido que no me entregues a ese príncipe es justamente por eso, porque temo correr la misma suerte que ella y morir dando a luz.
—Hija mía —replicó el rey con expresión congojosa en el rostro—, lo que acabas de decir es cierto, pero me resulta doloroso oírlo. Muchas veces te he dicho que tu madre nunca fue tan feliz como cuando tú naciste y te pudo tener en sus brazos, aunque fuera por tan poco tiempo. Ardiendo de fiebre, y a punto de exhalar el último suspiro, lloraba de felicidad y te colmaba de bendiciones, dando gracias al Cielo por permitirle darte la vida. Por eso, princesa, te ruego reconsiderar tu posición y sopesar las palabras de tu anciano padre, a sabiendas de que él no te impondrá nada que no quieras.
La princesa prometió reflexionar sobre lo que se le pedía, aunque, a decir verdad, era muy testaruda y voluntariosa, y pronto echó el asunto al olvido. Viendo esto, el rey concibió un plan para hacerla mudar de parecer. Sabía que el príncipe era muy esforzado y valiente, además de poeta y galante, y decidió invitarlo a pasar unos días en su castillo como prueba de gratitud por el ofrecimiento de su padre. “Cuando se conozcan en persona —pensaba—, la naturaleza hará su trabajo y mi hija cambiará de opinión. De ese modo se llevará a cabo la unión de los reinos, y podré bajar tranquilo al sepulcro cuando suene mi hora.”

Finalmente llegó el día de la tan esperada visita del príncipe, y el rey dispuso un espléndido banquete para que se conocieran los que, según pensaba, pronto serían marido y mujer. Y sucedió que, cuando el huésped vio por vez primera a la hija del anfitrión, sintió que las cuerdas de su alma vibraban al son del rabel que ella tañía maravillosamente. Le temblaban las rodillas, le faltaba el aire y el corazón le palpitaba desordenadamente. No podía dar crédito a sus ojos, y se repetía a sí mismo: “¡Ella es, ella es!” La beldad, por su parte, se limitaba a mirarlo de reojo y con frialdad, como si fuera una pieza más del mobiliario, mientras dejaba de lado el rabel y se ponía a acariciar a un gatito que tenía de mascota. Cuando el rey condujo al príncipe ante su hija para presentárselo, el joven trató de besarle las manos y entregarle unos dulces especiales que había traído para ella desde su país, pero la princesa hizo una cara como si hubiera visto un demonio y echó a correr.

Más tarde, mientras trataba infructuosamente de conciliar el sueño, el príncipe cavilaba y se decía a sí mismo: “Es inútil. Es obvio que la princesa no me ama, así que mejor la dejo en paz y me regreso a casa mañana mismo.” Sin embargo, como todo enamorado, se negaba a aceptar la realidad y seguía pensando en ella. Soñaba despierto que era de noche y que los dos estaban en un jardín tibio y perfumado de jazmines y azahares, que se decían palabras de amor al oído y que ella lo besaba y abrazaba con ternura. ¡Ah, príncipe necio, no sabías adónde habrían de llevarte tus locas expectaciones!

A la mañana siguiente, el galán hizo llamar a la doncella de la princesa y, saludándola afectuosamente, le entregó un billete en que había escrito esto para la dueña de su corazón:

¿Quién me abrasa en fuego cruel?
Tu piel.
Y ¿quién causa mis antojos?
Tus ojos.
Y ¿quién calma mis agravios?
Tus labios.
Oye bien mis versos sabios,
mira mi esperanza muerta
por no ver de vista cierta
tu piel, tus ojos, tus labios.

Obsequiándola con unas monedas de oro, le rogó llevar el mensaje a su señora y persuadirla de hacerle llegar alguna respuesta por escrito. La doncella, que era una muchacha vivaz y aficionada a las historias de amor, tomó interés en el asunto y, tras pedir albricias a la princesa, le habló así:

—Señora, el príncipe es hombre de gran valía y te ama sinceramente. Tan sólo míralo: ¡qué hermoso y arrojado, y qué inspirado poeta!

—Es verdad —dijo la princesa torciendo la boca—, no está tan mal. Pero ni aun así me harás cambiar de parecer.

—Piénsalo mejor, señora —insistió la otra—. No conviene que la mujer esté sola, y llegará el día en que te haga falta un varón que te abrace en las noches frías…

Para eso tengo mi gatito —dijo la princesa arrugando la nariz—. Dile al príncipe que por ahora no puedo prometerle nada, que no le voy a escribir y que me desagrada su impaciencia.

A pesar de la fría y displicente respuesta de su señora, la doncella consideró que no todo estaba perdido. “Al fin y al cabo —pensó—, el miedo de vivir no puede prevalecer.” Así pues, buscó al príncipe y, con los ojos brillantes de emoción, lo animó con estas palabras:

—Has de saber, señor, que la mujer busca y necesita el amor mucho más que el hombre, aunque se guarde bien de ponerlo en evidencia. La princesa es muy tímida y recatada, y no puede responder a tus requerimientos tan rápido como ella misma quisiera. Eso la hace negarte con altivez lo que de buen grado te concedería ya mismo. Por eso, a pesar de su desconcertante comportamiento, no es hora de dar marcha atrás, sino de proseguir la conquista con renovados bríos.

Dando saltos de felicidad por las palabras de la doncella, el príncipe decidió que esa misma noche daría serenata a su amada, y se puso a componer unos versos para cantárselos. Al llegar la hora propicia, salió al jardín y, parándose bajo la ventana de su dulce enemiga, rasgó suavemente las cuerdas de su lira y cantó con bella voz:

Asómate, princesa,
asómate un momento a la ventana.
No ocultes tu belleza
magnífica y lozana,
ni aplaces mi esperanza hasta mañana.

La doncella escuchaba la canción con deleite y sentía que el corazón se le derretía en el pecho… mientras que la princesa dormía profundamente. A fin de cuentas, el enamorado se quedó esperando en vano que su llama se asomara a la ventana, y comenzó a dudar de las exhortaciones de la doncella.
Varios días después, enojada por la insistencia de su importuno amador, la princesa tomó finalmente la pluma y le escribió una carta que, a grandes rasgos, decía lo siguiente: “No creo que tenga ninguna obligación de responderte, pero lo haré para decirte que no comprendo por qué formo parte de esta situación. ¿Sólo por existir? Pienso que tus expectativas son equivocadas, y te ruego considerar que no te he pedido que te metas en mi vida. Aunque no quiero lastimarte, debo hacerte saber que estoy demasiado ocupada en mis cosas y no tengo tiempo para nada más. Fue interesante conocerte, y espero que tengas una vida maravillosa. Adiós pues.”

En acabando de leer la áspera misiva, el príncipe sintió que el corazón se le rompía en mil pedazos, y por fin entendió que debía poner punto final a su desventurado lance amoroso. Al fin y al cabo era majadero, pero no en demasía. Con el pecho traspasado de dolor, pero sin perder el aplomo, se tragó su tristeza y vergüenza, agradeció a la doncella por sus buenos oficios, y rápidamente lió sus bártulos y se marchó a casa, sin que nunca más volviera a saberse de él.

—Dile tan sólo —puntualizó al despedirse— que con ser amable no habría perdido nada.

Cuarto maullido
Donde se prosigue la historia de la princesa desamorada

Años después, cuando la hermosa piel de la princesa lucía ya un tanto ajada, y su cabellera se veía surcada de hilos de plata, aconteció un día que, mientras paseaba por los alrededores del castillo, se detuvo a mirar a un muchacho que cepillaba y daba de comer a los caballos del rey. Ciertamente era un hombre magnífico: alto, de anchas espaldas, tez aceitunada y ojos verdosos y almendrados. Contemplándolo boquiabierta, la princesa sintió, acaso por primera vez en su vida, un fuego que le quemaba las entrañas y corría por sus venas. Esa misma noche preguntó a su doncella quién era aquel estupendo mancebo.

—Su nombre es Camacho, señora —respondió la doncella, en quien el tiempo había dejado también señales de su inexorable paso—, y es el nuevo palafrenero del rey. Se dice que tiene amores con todas las cocineras y criadas del castillo, y por eso lo llaman El Macho.

—¡Vaya! —replicó la princesa con un brillo hasta entonces desconocido en los ojos—. Pues si es tan enamorado como dicen, sin duda me enseñará a montar a caballo, y también querrá llevarme a las caballerizas y mostrarme cómo se mete un clavo en una herradura…

—¡Por mi vida, señora! —exclamó la otra—. Espero que mis oídos me estén engañando, o que todo esto no sea más que una broma antes impensable en una princesa como tú. ¿Acaso estás diciendo que te has enamorado del palafrenero? Si eso es así, es mi obligación pedirte que reflexiones y que…

—¡Calla, tonta! —rugió la princesa, que se había puesto primero pálida y después roja de cólera—. ¿Quién te crees para juzgarme y calificarme?

—Señora —dijo la doncella, avergonzada y con lágrimas en los ojos—, crecí contigo y siempre he comido las migajas que caen de tu mesa, así que creo tener derecho de decirte la verdad, aunque a veces sea amarga. Camacho no tiene ni un pelo de tonto, y sabe bien que si llega a ponerte tan siquiera un dedo encima, el rey, aunque ya muy anciano, le hará cortar la cabeza sin miramientos. Además tú, al igual que yo, ya estás algo entrada en años, y sus gustos van más por el lado de las rollizas mocetonas de la cocina.

—¡Ay de mí! —dijo la princesa, arrepentida de su violenta respuesta—, perdóname, fiel servidora y casi hermana mía. Siempre has estado conmigo y has sabido darme oportuno consejo, aunque yo muchas veces lo haya desoído. Pero ten en cuenta que, por primera vez, he sentido la llama de amor en mi pecho, y ahora necesito que me ayudes a conseguir la felicidad, que me ha sido tan esquiva, y que hoy espero encontrar, aunque sea fugazmente, entre los fuertes y velludos brazos de Camacho.

La doncella, que tenía más experiencia de la vida que su señora, sabía muy bien que discutir con enamorados era perder el tiempo, por lo cual se resignó a llevarle la idea para evitarse más líos. Tanto la agobió la princesa con sus delirios amatorios, que finalmente, y temiendo por su vida, hizo venir al castillo a una vieja que era famosa por concertar amores prohibidos, remendar flores perdidas y confeccionar infalibles pócimas y bebedizos mágicos.

—No será la primera vez —sentenció la vieja al enterarse del motivo de la consulta—, no será la primera vez que una princesa desdeñe a un príncipe para luego irse corriendo detrás de cualquier pelafustán. Pero eso no es asunto mío, y además soy, ante todo, una defensora de los deleites de Amor y Juventud. Así pues, presta mucha atención: te entregaré ahora unos polvos mágicos que, mezclados con la comida de Camacho, te ayudarán a conseguir lo que deseas… con tal que primero llenes mi bolsa de monedas de oro.

—¿Qué sucederá, buena mujer? —preguntó la princesa mientras abría su cofre para sacar el dinero con que pagaría los servicios de la bruja y alcahueta.

A lo que ésta respondió:

—Una de dos: si Camacho ha de ser para ti, caerá rendido de amor y vendrá a buscarte inmediatamente para que huyas con él; si no, y como castigo por despreciarte, se le pudrirá el hígado y morirá en medio de atroces sufrimientos.

Pues dicho y hecho. Esa misma noche, Camacho se sintió mal después de la cena y no pudo visitar a sus enamoradas. Al día siguiente amaneció muy enfermo: tenía un feo color amarillo en los ojos y la piel, y a las pocas horas comenzó a decir cosas incoherentes, mientras agitaba las manos como si aleteara. No recibía ningún alimento, y la boca le despedía un olor nauseabundo. Poco después, tras una aterradora agonía, pereció entre vómitos de sangre y espantosas convulsiones, sin que los médicos pudieran hacer nada por ayudarlo.

Mientras esto sucedía, la princesa esperaba en vano que Camacho, enloquecido de amor por efecto de la droga, entrara en sus aposentos como una tromba y la raptara. Cuando supo del penoso fin del pobre palafrenero, la enamorada lloró un poco, pero pronto se consoló pensando que lo merecía como castigo por no amarla.

Al cabo de unos días hizo llamar nuevamente a la vieja y le dijo:

—Cuánta razón tenías, buena y sabia mujer: ese pérfido de Camacho no era para mí, y prueba de ello es que haya muerto por efecto de ese admirable tósigo. Tú y tu medicina no hicieron otra cosa que desenmascararlo, ya que, si me hubiera amado, otra habría sido su suerte. Pero dime: puesto que he probado la llama de amor y ésta aún no se extingue en mi pecho, y además el tiempo se me agota, ¿no sería posible al menos que ese príncipe fastidioso que me cortejó hace años volviera a ofrecerme casamiento, si le practicaras algún conjuro a distancia? Sin duda admirará lo mismo mi belleza sazonada que mi esplendorosa adolescencia.

—Déjate de majaderías, princesa —repuso la vieja meneando la cabeza—. No sabemos si ese príncipe, en cuyo matrimonio contigo se cifraban las ilusiones del reino, todavía se cuente entre los vivos. Además, un hombre discreto como él no cree en la magia, y por tanto ésta no puede afectarlo. Suelen decir las gentes sensatas que la oportunidad perdida no vuelve, y esto es algo que deberás sopesar muy cuidadosamente en adelante.

—¡Desdichada de mí, sabia madre y consejera! —se lamentó la princesa—. Mucho me temo que lo que dices es dolorosamente cierto, y que los mortales sólo lo aprendemos a fuerza de sinsabores y desengaños. Más aún, quizá nunca lleguemos a comprenderlo del todo, puesto que insistimos, con ceguera y tozudez, en guardar las ocasiones de felicidad y placer para mañana, confiando a cada paso en lo que no merece ninguna confianza.

—Eso, hija mía —observó la vieja—, has debido pensarlo cuando el príncipe te requería de amores y el miedo de vivir te paralizaba. Sin embargo, hay que decir que es raro que amador y amado coincidan en sus sentimientos. Lo habitual es que la solicitud y devoción del uno no provoquen más que aborrecimiento y rechazo en el otro, tal como sucedió esa vez. ¡Pero alégrate! Si me haces llamar es porque sabes que mis tretas son inagotables, y ahora tengo reservado para ti un recurso extraordinario.

—¿De qué se trata, madre? —inquirió la princesa con una luz de esperanza en los ojos.
A lo que repuso la vieja:

—Tengo en mi poder un brebaje, preparado con unas algas que crecen en la Fuente de la Eterna Juventud, el cual, administrado junto con unas palabras mágicas, te devolverá el aspecto fresco y radiante de tu edad temprana. Sé que sabrás pagarme liberalmente por tan gran beneficio, que sin duda será para ti la segunda oportunidad que tanto anhelas.

Loca de emoción, la princesa ordenó cargar una mula con ricos mantos, joyas y monedas de oro para recompensar a la vieja por sus inestimables servicios. Con los ojillos brillantes de satisfacción y codicia, esta última sacó un frasco de su botiquín, escribió unas palabras en un papel, y dijo así a la princesa:

—Pon atención, hijita, y esto será tortas y pan pintado. Primero tendrás que ingerir el contenido del frasco. Es un poco amargo, pero debes hacerlo sin demora. ¡Eso es! Vaya, pero qué caras… Ahora lee las palabras mágicas. ¡Vamos, grítalas, con ánimo!

—“¡A MI COPA, PÓCIMA!” —obedeció la princesa.

En ese momento, se oyó un estruendo que hizo palidecer de susto a la misma vieja, se levantó una columna de humo negro y espeso, y la princesa quedó convertida en una cochambrosa y repugnante anciana.

—Pero ¿qué hiciste, tonta y más que tonta? —gritó la vieja—. ¡Leíste la fórmula mágica al revés, y por eso no retrocediste en el tiempo, sino que avanzaste! ¡No regresaste a tus quince años, sino que fuiste catapultada a los ciento cincuenta!

—¡Ay! —exclamó la princesa al verse convertida en un espantajo—. ¡Que te lleven los demonios, vieja mala y hechicera! ¡Mira lo que me has hecho! ¡Tan sólo mira mi seno, antes alto y airoso! Donde antes estaban mis pechos, pequeñitos y redondos, quedan ahora sendos colgandejos que más parecen ratas muertas, o fofas y secas vejigas de vaca. Y ni hablemos de aquello que no se puede mostrar: ¡baste con decir que lo que antes era un jardín perfumado y causaba incontenibles apremios de amor, ahora no provoca sino asco! ¡Ay, desgraciada de mí!

—Pero ¿de qué me acusas, necia? —replicó la bruja, que siempre tenía algún subterfugio a la mano

—. ¿No te das cuenta de que la causante de tu desgracia eres tú misma? ¿Acaso no leíste las palabras mágicas al revés?

La princesa comprobó que, en efecto, la frase se leía igual al derecho y al revés, por lo cual no pudo decir nada, y sólo acertó a estallar en amargos sollozos. Contemplando su drama, la vieja se conmovió hasta donde le era permitido hacerlo, y se quedó pensando cómo podría remediar el estropicio causado, aunque fuera sólo en parte. En ese preciso momento, el gatito de la princesa hizo su entrada en el aposento con aire indiferente, y atrajo la atención de la maléfica.

—¡Lo tengo! —exclamó—. Acaba de entrar tu medicina por esa puerta, y te explicaré por qué. Es bien sabido que la vida de los gatos es breve, pero intensa, y tú podrás ahora beneficiarte de ello. Para suerte tuya, ya está bien entrada la noche, y hoy habrá luna llena. ¡Presta mucha atención a lo que voy a decirte, porque no habrá más oportunidades!

Presintiendo algo siniestro, la anciana en que se había convertido la princesa dijo:

—¿Matar a mi gatito? ¡Eso nunca!

—Como prefieras —dijo la vieja encogiéndose de hombros—. En ese caso me marcho ya mismo en mi mula a gozar de mis riquezas. ¡Adiós, y que los siglos de vida que te quedan transcurran rápido! ¿No pensabas, acaso, que tendrías mucho tiempo por delante, y que por eso podrías aplazar el vivir? ¡Pues ahora tendrás mucho, muchísimo tiempo! Lo que está por verse es quién te va a amar con esa facha que tienes…

Y, terminando de decir esto, rompió a reír de la manera más malvada y burlona. La princesa, desesperada, la hizo volver:

—¡Espera, madre! ¿Quiere decir eso que, además de tener que resignarme a ser lo que ahora soy, no me cabe ni siquiera esperar descanso en la muerte?

—No exactamente —contestó la bruja—. Hasta ahora, que se sepa, nadie se ha salvado de morir. Pero una vida sin amor y sin placer no vale la pena, y así será la tuya. Lo único que sé es que durarás varios siglos más con ese aspecto… ¡a menos que recurras al expediente gatuno que desinteresadamente te ofrezco!

—Puesto que estoy perdida sin remedio —preguntó la princesa, atribulada y anegada en llanto—, ¿qué debo hacer para reducir aunque sea un poco mi desdicha y humillación?

—Se dice —respondió la otra— que los gatos tienen siete vidas, y por ende paliarás la miseria de la tuya succionando la de ellos en el momento oportuno. Deberás, hija mía, deambular por el mundo en busca de gatos. Preferirás siempre las hembras y los gatitos más jóvenes, porque los machos son agresivos y pueden morderte y rasguñarte. Cuanto más pequeños y tiernos sean, ¡tanto mejor! En las noches de plenilunio, sacarás los gatitos que hayas logrado atrapar y alimentar bien con leche fresca, les torcerás el pescuezo y, finalmente, ¡los devorarás crudos y aún palpitantes! De esa forma recuperarás tu juventud durante algunos días y hallarás algún consuelo en mezclarte con la gente, pero siempre volverás a perderla entre estrépitos y humazos, tal como acaba de suceder. Así pues, ¡empieza con tu propio gato! Sé que eres una mujer digna y orgullosa, y sabrás llevar tu maldición con la frente en alto.

Horrorizada y con todo el dolor del mundo, la princesa obedeció, y desde entonces vaga por estos reinos cumpliendo su cruel destino y esperando la hora de recuperar su condición humana y descansar para siempre.

Quinto maullido
Que trata del artificio que concibió el viejo para rescatar al gatito azul y deshacer el embrujo de la princesa

Terminada la lectura de la historia de la princesa desamorada, Anita sintió viva curiosidad por algunas cosas de la vida de los grandes, y quiso pedirle al viejo que se las explicara. Pero éste, viendo su intención, le dijo así:

—Cada cosa a su tiempo, hijita, cada cosa a su tiempo. Ya habrá ocasión de discutir esos y otros muchos asuntos que harán parte de tu vida futura, pero ahora debemos concentrarnos en urdir un plan para rescatar a tu gatito. Pronto será luna llena y, si no actuamos con rapidez, la princesa lo devorará sin contemplaciones.

Al oír esto, Anita comenzó a hacer pucheros y rompió en llanto, llamando a su mamá muerta y a su abuelita. El anciano sintió que se le hacía un nudo en la garganta, pero guardó la compostura y, sonriéndole con dulzura, le acarició la cabeza y las mejillas, mientras le decía lo siguiente:

—Sé perfectamente cómo te sientes, pequeña, porque conozco muy bien el temor y el dolor de la pérdida. Sin embargo, ahora conviene que mantengamos la presencia de ánimo y pensemos no sólo en rescatar al gatito azul, sino también en deshacer el embrujo de la princesa. Al fin y al cabo es una persona como cualquier otra, y debemos ayudarla a que reencuentre el camino que va a la Región de Olvido.

—¡Quiero mi gatito! —dijo Anita secándose las lágrimas con un pañuelito—. Haré cualquier cosa con tal de rescatar a mi bebé azul.

—Ahora —prosiguió el anciano— debemos poner manos a la obra, pero tal cosa es imposible con el estómago vacío. Hagamos de comer, que las penas con pan son menos.

Mientras almorzaban y descansaban de las emociones de la mañana, el viejo recuperó el buen humor y comenzó a ver las cosas con más claridad. Al cabo de un rato meneó la cabeza como si hubiera recordado algo importante, y sintió necesidad de ponerse a investigar. Entonces se dirigió a la biblioteca, tomó un libro que tenía muchos dibujos de plantas, buscó la que necesitaba y, enseñándosela a sus amigas, dijo:

—Ahora mismo, Anita, irás al campo y llenarás tu canasto de adormideras aún verdes, como la que ves aquí. La abuela hará cortes en la cápsula de cada planta, por los cuales saldrá un jugo lechoso que, al secarse, se convertirá en una especie de resina. Bien administrado, este jugo es el más eficaz y universal de los remedios. Mientras tu abuela se ocupa de esto y de conseguir una botella de buen vino, al cual añadirá el jugo según una receta que redactaré en seguida, tú empezarás a confeccionar un falso pellejo de gato con esas pieles de conejo con que te cubres el cuello para guardarte del frío nocturno. Cuando todo esté listo, nos veremos de nuevo en mi casa y seguiremos adelante con el plan.

Anita y la abuela se dieron a la tarea inmediatamente. Mientras tanto, el viejo se puso a buscar en su biblioteca la fórmula precisa del antídoto contra el maleficio. Tras varias horas de lectura, descubrió al fin la razón por la que la bruja había fracasado: “Las algas que crecen en la Fuente de la Eterna Juventud —rezaba el antiguo texto— producen el deseado efecto rejuvenecedor únicamente cuando se ingieren en dosis muy pequeñas. Los efectos de las dosis elevadas, por el contrario, son totalmente impredecibles.”

—Por esto afirman los sabios —dijo para sí el viejo, que muchas veces hablaba solo— que la diferencia entre el medicamento y el veneno es la cantidad. Estas cosas no dejan de tener su peligro, y no deben ser prescritas por charlatanes e ignorantes.

Terminada la pesquisa, entendió también en qué consistía el embrujo de la princesa: se había efectuado en su humanidad un divorcio entre lo monstruoso y lo sublime, como resultado del cual se exageró lo primero y se eclipsó lo segundo.

Al día siguiente, Anita y la abuela llegaron muy de mañana con el producto de su trabajo de la noche anterior. Traían una botella de vino mezclado en proporción exacta con jugo de adormidera de óptima calidad, y así también una especie de saco de piel de conejo primorosamente elaborado, el cual parecía un auténtico pellejo de gato. Para preparar el relleno que habrían de ponerle, el viejo extrajo una buena cantidad de lana de su propio colchón y recogió polvo de entre sus libros y papeles. Luego adobó esto con abundante pimienta molida y ají seco, y se aprestó a rellenar con ello el falso gatito.
—Es tan viejo mi colchón —dijo entre risas— que podría decirse que creció conmigo. Por este sacrificio —añadió mirando a la abuela y guiñándole el ojo—, una vez concluida nuestra misión deberás darme un colchón nuevo y una cobija con orejas.

Al oír esto la abuela hizo cara muy seria, pero se rió por dentro mientras ayudaba a rellenar y dar forma al muñeco. Anita, que era muy hábil y cuidadosa en las labores manuales, fue la encargada de coserlo y ultimar los detalles, hasta el punto de que al falso minino no le faltaba sino maullar. ¡Hasta le hizo un par de ojales en el lugar de los ojos y puso en ellos sendas cuentas de vidrio azul!

—Ahora —dijo el viejo tras elogiar el preciosismo de Anita— ocupémonos del antídoto contra el hechizo. Tenemos aquí una mezcla de vino tinto, que alegra el corazón, y jugo de adormidera, que alivia el dolor y causa una agradable somnolencia. Reforzaré esto con una cantidad exacta de nepente, que quita todos los pesares. Sin embargo, la acción de esta admirable mezcla resultará incompleta si no se la combina con algo que atenúe los recuerdos dolorosos, y por eso necesitaremos también una botella de agua del río Leteo, que hace olvidar la vida pasada. Siempre conservo una garrafa de esta agua y la consumo con asiduidad, puesto que, mientras otros se quejan de su mala memoria, yo preferiría no recordar nada.

Acabando de decir esto, se puso muy serio y algo solemne, y habló así a Anita:

 —Ahora, hijita, deberás someterte a una dura prueba para que no queden dudas respecto de tu amor por el gatito azul, el cual representa tantas cosas importantes para ti. Irás ya mismo a casa con tu abuela y te cambiarás el vestido de colores vistosos que llevas puesto por las prendas más viejas y raídas que encuentres, las cuales rasgarás hasta que queden convertidas en harapos. Luego regresarás acá, te quitarás esos primorosos zapatitos y te pondrás unas alpargatas que te daré. Terminados estos preparativos, tú y yo, disfrazados de mendigos, emprenderemos un viaje en busca del susodicho minino.

Estas palabras confundieron mucho a la abuela, y poco faltó para que quedaran confirmadas sus sospechas sobre la posible locura de aquel viejo extraño y aislado. También estuvo a punto de prohibirle a Anita participar en la empresa. Sin embargo, sabía cuán importante era el gatito azul para ella, y además intuía que dicha experiencia del mundo podría ser valiosa para su educación. Así pues, recapacitó y, superando su natural desconfianza y temor, dio vía libre al plan. Se despidió de la pequeña con lágrimas en los ojos y le prometió que a su regreso encontraría todo tal como lo había dejado.

Sexto y último maullido
Donde se cuenta el viaje de Anita y el viejo en busca del gatito azul

Al llegar a la casa del viejo, la pequeña lo encontró completamente transformado. Aunque no pasaba de los setenta años, ahora parecía de más de noventa. Se había puesto un sayo burdo y cochambroso y unas abarcas rotas, y cojeaba penosamente apoyándose en un bastón. Como llevaba ya algunos días sin afeitarse parecía sucio y descuidado, y además se había aplicado algo en los dientes para darles un aspecto negro y putrefacto. En seguida se tiznó la cara para parecer aún más pobre y miserable, e hizo lo mismo con Anita justo antes de emprender la marcha. Ver esa carita infantil tiznada y ese cuerpecito adorable cubierto de harapos era algo que habría hecho enternecer hasta el corazón más endurecido.

—Ahora —dijo el anciano—, toma el gatito relleno y mételo en esta mochila, que será tu único equipaje. El mío será este zurrón, que contiene las botellas de vino medicado y agua del Leteo. Marchémonos ya, que por el camino te explicaré lo que deberemos hacer cuando encontremos a la princesa, si es que damos con ella antes del plenilunio.

De este modo, Anita y su amigo, convertidos en mendigos, salieron a recorrer los parajes más distantes de la comarca en busca de la princesa desamorada y el gatito azul. Llamaban a la puerta tanto en los palacios de los ricos como en las chozas de los pobres, tratando de vender flores silvestres o cualquier otra cosa que encontraran, y pidiendo por amor de Dios algo de comer o un lugar donde pasar la noche. A veces se ofrecían a deshollinar la chimenea o realizar algún otro trabajo desagradable.

—No pido nada para mí —decía el viejo con la voz quebrada cuando alguien abría—, sino para esta pobre niña huérfana. Sus padres murieron en la peste, y ahora sólo me tiene a mí, que soy un mísero e inútil anciano. Dale, por lo que más quieras, un mendrugo de pan y un poco de leche para que comparta con su gatito, que es su única alegría.

Las más veces, quien abría la puerta volvía a cerrarla sin decirles ni darles nada, o bien los despedía con palabras crueles y soeces. A veces les daban sobras para mitigar el hambre, y en una oportunidad les sirvieron sopa caliente, pan y leche para Anita. Las noches en aquel país eran muy frías, y el hambre y el cansancio abrumaban a los viandantes cuando caía la oscuridad. De cuando en cuando alguien les permitía dormir en algún cobertizo, y también pasaron un par de noches en establos, gozando del calor de los animales… pero también aprendieron lo que significaba dormir a la intemperie, cubriéndose con hojas y ramas.

Anita y el anciano comprobaron que los ricos los despreciaban por ser pobres; pero los pobres los despreciaban mucho más aún, por ser más pobres que ellos. Una vez abrió la puerta un viejo que, mirando a Anita con un brillo de malignidad en los ojos, quiso quedarse con ella para, según él, “cuidarla como a una hija”. También dieron con mujeres que, manifestando gran pesar por ella y deseo de adoptarla, buscaban en realidad hacerla su criada para agobiarla hasta la muerte con los más rudos oficios y maltratos.

Pasaron así cerca de dos semanas, pero por más que buscaron no dieron con la princesa desamorada y el gatito cautivo. Un día, al caer la tarde, el viejo le puso la mano en el hombro a Anita y le dijo:
—Hijita, hoy habrá luna llena y no hemos podido recuperar a tu gatito ni deshacer el hechizo de la princesa. Por esto, pienso que lo mejor será que nos resignemos a lo peor y regresemos a casa mañana mismo, con las manos vacías.

Curtida por los sufrimientos del viaje, Anita no lloró esta vez, sino que se limitó a bajar la cabeza, y ambos siguieron su camino. Cuando ya estaba bien oscuro y faltaba poco para que saliera la luna, vieron una casita a lo lejos y decidieron ir a probar suerte. Tocaron a la puerta, y oyeron que alguien se acercaba. Cuando la puerta se abrió, ni Anita ni el viejo podían salir de su estupor. “¡Es ella! —pensó éste—. La frente angosta y las ojeras son inconfundibles.” Anita, que la había visto antes en persona, también reconoció inmediatamente a la princesa desamorada, y se aferró a su amigo tan fuertemente como pudo.

Este último se quedó un momento sin saber qué decir, en parte por el miedo y en parte porque la hermosura impone respeto. Finalmente, y disimulando el temblor, se atrevió a hablarle a la espléndida muchacha:

—Hermosa jovencita —dijo inclinándose con respeto—, ¿están tus padres en casa?

—Ellos murieron hace mucho tiempo —respondió ella—, y yo vivo sola.

—Entiendo —dijo el otro bajando la cabeza—. ¿Tendrías algo para socorrer a esta pobre niña? Es huérfana, tiene frío y no he podido conseguirle ningún alimento hoy.

Viendo la carita tiznada de Anita, y notando que le temblaban las rodillas de frío y de miedo, la princesa sintió que el corazón se le desmoronaba. Conteniendo las lágrimas, se agachó a acariciarla.

—Ven conmigo, mi amor —le dijo—. Ven, que te daré de comer y te prepararé una camita para que pases la noche. Y tú, buen hombre, también recibirás comida y podrás dormir en un cobertizo que hay detrás de la casa.

Entonces Anita supo que era el momento de actuar, e hizo salir parte del falso gatito por la boca de la mochila.

—¿Qué es eso que llevas ahí? —dijo la princesa con un brillo extraño en los ojos.

—Es mi gatito —respondió Anita con la voz apagada—. Creo que ya se murió de hambre y de frío.
—Déjame ver —repuso la otra con una lágrima en la mejilla—, trataremos de reanimarlo.

La princesa hizo entonces el ademán de acariciar y consolar a la pequeña y alzar al gatito… pero justo en ese momento ocurrió lo inevitable. Aunque ya sabían a qué atenerse, Anita y el viejo quedaron paralizados de terror al oír el estruendo y ver la transformación de la princesa en vieja bruja, entre humo y llamaradas.

—¡Ja, ja, ja! —rió ésta con el rostro desencajado y agarrando el falso gatito relleno por el pescuezo.

—Parece que este gato ya está muerto, pero de todos modos me servirá de aperitivo antes del plato fuerte que tengo preparado para hoy, día de plenilunio, que es un gato que estoy engordando desde hace unos días para la ocasión. ¡Ja, ja, ja!

Diciendo esto, dio un gran mordisco al muñeco y comenzó a devorar su singular relleno, sin darse cuenta del engaño. Inmediatamente la acometió un violento ataque de tos, estornudos y lagrimeo, el cual la obligó a sentarse mientras sentía que los sesos se le derretían y le salía fuego por el gaznate.

—¡Agua, agua, que me abraso! —farfulló, roja como un tomate—. Buen hombre, por lo que más quieras, dame un poco de agua.

—En seguida, señora —respondió el viejo, sacando del zurrón la botella de agua del Río del Olvido.
El líquido maravilloso surtió su primer efecto con prontitud, y la princesa se serenó un poco. Apenas alcanzó a insinuar que el gato que había degustado estaba condimentado en demasía.

—Nada —dijo el viejo, ofreciéndole la otra botella—, nada como un sorbo de buen vino para neutralizar una comida indigesta.

La princesa bebió un largo trago de vino medicado y, experimentando una rápida mejoría, se sentó a recuperar el aliento. Poco a poco, un agradable sopor comenzó a invadirla. Sintió calor en la cara y los miembros, y manifestó que estaba muy cansada y se acostaría sin cenar. Anita y el anciano, asombrados del éxito del plan, la acompañaron hasta su cama y vieron cómo se iba quedando dormida. Al mismo tiempo, y ante la mirada atónita de los amigos, la cualidad maligna y repulsiva del espanto fue desapareciendo, y al poco rato la bruja quedó convertida en una viejita de aspecto dulce y bondadoso, en cuyos rasgos aún quedaba el recuerdo de la belleza que había poseído otrora.

—Está dormida, Anita —dijo el viejo—. No sé por qué, al mirarla, no puedo dejar de verme en su espejo y pensar que yo soy el rey de las ocasiones perdidas… Pero dejémonos de filosofías, que es hora de buscar al gatito azul.

Pasaron a la habitación contigua y vieron una jaula de oro en la que el gatito de Anita, ignorante de la suerte que le esperaba, estaba cómodamente echado. Aunque se veía triste por encontrarse encerrado, parecía tener buena salud, y era evidente que la princesa lo había alimentado bien. Llorando de felicidad, la pequeña lo sacó de la jaula y lo apretó contra su pecho, mientras que el gatito, que no estaba muy al tanto de lo que sucedía porque sus preocupaciones no eran humanas, se limitó a cerrar los ojos y ronronear para expresar su alegría de ver de nuevo a su amiguita.

Al día siguiente, cuando Anita y su amigo se levantaron para emprender el regreso a casa, la bella anciana aún dormía plácidamente, de modo que decidieron no molestarla. “Caramba —meditó el viejo—, ahora veo con toda claridad que Hermosura y Juventud no son más que engaños.” Mientras decía esto para sí, dejó las botellas donde la princesa pudiera encontrarlas, y además una nota en la que le indicaba adónde debía ir a buscarlo cuando necesitara reponer su contenido. Sin embargo, aunque pensaban que algún día aparecería, nunca más volvieron a saber de ella.

Anita y el gatito azul permanecieron juntos mucho tiempo, y compartieron innumerables juegos y experiencias. Por su parte, el viejo y la abuela empezaron a considerar la posibilidad de unir sus vidas para calentarse las rodillas en las noches y cuidar mejor de la pequeña, dándole una esmerada educación. Con el tiempo, Anita llegó a ser una bella e interesante mujer, de amplia sonrisa y voz profunda… pero nunca dejó de tener cara de niña.